domingo, 19 de julio de 2009

Adiós a la filosofía


Los ángeles reaccionarios

Es difícil formular un juicio sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre con la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos… En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudid el espacio ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo o no importa dónde nos parece sin solución y como una maldición que debemos sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de los vencidos… Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela…
Y así es como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede… Prendados de la Irracional como único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde sacar orgullo para las fuerzas que lo han decretado así y que, es más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los astros? Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido –en el extremo de la locura, extenuados- vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas? Y ¿cómo encontrar de nuevo la frescura del arcángel sediciosos, aquel que, todavía al comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para infamar al rebaño de los otros Ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su colega es precipitarse más bajo todavía, mientras que la injusticia de los hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe contra él? A los ángeles anónimos –acurrucados bajo sus alas sin edad, eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres- quién se atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí exalta y la decepción la niega… No podría tener sentido de un universo no válido

(En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: no es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en un universo que sólo nuestro corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de ironía…
Nadie puede corregir la injustita de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurorota de los tiempos; y si este torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor…)

El perro celestial

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la ecuación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.
«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: ‘Sobre todo no escupas en el suelo’. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lazó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio).
¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela, el orgullo tampoco.
«Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «’Mandar’, y gritó al heraldo: ‘Pregunta quien quiere comprar un amo’.»
«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciado al bien a las fórmulas y ala Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates –incluso sublime- es aun convencional: permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre… [fragmento]

Genealogía del fanatismo

En sí misma, toda idea a es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo improbable. Incluso cunado se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en un asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, lo gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñales; los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía de una raza prometeica que revienta de ideal, que estalla bajos sus convicciones y la cual por haberse complacido en despreciar la pereza y la duda –vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía e perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y Apocalipsis… Las certezas abundan en ella: suprimidla y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstruiréis el paraíso. ¿Qué es la caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo – tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta…

E. M. Cioran: Adiós a la Filosofía. Barcelona, Atalaya, 1998

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