miércoles, 11 de noviembre de 2009

Borges oral...


Hay un resto de la tradición oral en ese juego con un interlocutor implícito; la situación de enunciación persiste cifrada y es el final el que revela su existencia.
En la silueta inestable de un oyente, perdido y fuera de lugar en la fijeza de la escritura, se encierra el misterio de la forma.
No es el narrador oral el que persiste en el cuento sino la sombra de aquel que lo escucha.
«Estas palabras hay que oírlas, no leerlas», dice Borges en el cierre de “La trama”, en El hacedor, y en esa frase resuena la altiva y resignada certidumbre de que algo irrecuperable se ha ido.
Habría mucho que decir sobre la tensión entre oír y leer en la obra de Borges. Una obra vista como el éxtasis de la lectura que teje sin embargo su trama en el revés de una mitología sobre la oralidad, y sobre el decir un relato.
El arte de narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta.
En ese punto Borges se opone a la novela y ahí debe entenderse su indiferencia frente a Proust o a Thomas Mann (pero no frente a Faulkner, en quien percibe la entonación oral de la prosa, percibe el carácter confuso y digresivo de un narrador oral que cuenta una historia sin entenderla del todo).
Borges considera que la novela no es narrativa, porque está demasiado alejada de las formas orales, es decir, ha perdido los rastros de un interlocutor presente que hace posible el sobreentendido y la elipsis, y por lo tanto la rapidez y la concisión de los relatos breves y de los cuentos orales.
La presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño arcaísmo, pero el cuento como forma ha sobrevivido porque tuvo en cuenta esa fisura que viene del pasado.
Su lugar cambia en cada relato pero no cambia su función: está ahí para asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.
Un ejemplo a la vez inquietante y perfecto de esa estructura es el cuento de Borges “El Evangelio según Marcos”, en el que unos paisanos analfabetos y creyentes oyen la lectura de la pasión de Cristo, se convierten en protagonistas fatales del poder de la letra, y deciden llevar a la vida (como versiones enfurecidas de Don Quijote o de Madame Bovary) lo que han comprendido en las palabras proféticas de los libros sagrados.
Borges ha usado con gran sutileza las posibilidades de la situación oral y en varios de sus cuentos (desde “Hombre de la esquina Rosada” de 1927 a “La noche de los dones” de 1975 él mismo ocupa el lugar del que recibe el relato.
Un hombre servicial y abstraído llamado Borges está en un almacén de espejos altos en el sur de la ciudad o en un patio de tierra en una casa de altos o en el hondo jardín de una quinta de adrogué, y un amigo o un desconocido se acerca y le cuenta una historia que él comprende a medias y que misteriosamente lo implica.
En sus mejores cuentos trabaja esa estructura hasta el límite y la complejiza y la convierte en el argumento central.
En “La muerte y la brújula Lönnrot tarda en comprender que la sucesión confusa de hechos de sangre que intenta descifrar no es otra cosa que un relato que Scharlach ha construido para él, y cuando lo comprende ya es tarde. Lo mismo le sucede a Benjamín Otalora en “El muerto”: vive con intensidad y con pasión una aventura que lo exalta y lo ennoblece y al final en una brusca y sangrienta revelación, Azevedo Bandeira le hace ver que ha sido el pobre destinatario de un cuento contado por un loco lleno de sarcasmo y furia. Emma Zunz teje con perversa precisión, y en su cuerpo, una trama criminal destinada a un interlocutor futuro (la ley) a quien engaña y confunde y para quien construye un relato que ningún otro podrá comprender.
La misma relación está por supuesto en “El jardín de los senderos que se bifurcan” y en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “La forma de la espada”, pero es en “Tema del traidor y del héroe” donde Borges lleva este procedimiento a la perfección. Los patriotas irlandeses, rebeldes y románticos, son los destinatarios de una leyenda heroica urdida a toda prisa por el abnegado James Alexander Nolan, con el auxilio del azar y de Shakespeare, y esa ficción será descifrada muchos años después por Ryan, el asombrado e incrédulo historiador que reconstruye la duplicidad de la trama.
El relato se dirige a un interlocutor perplejo que va siendo perversamente engañado y que termina perdido en una red de hechos inciertos y de palabras ciegas. Su confusión decide la lógica íntima de la ficción.
Lo que comprende, en la revelación final, es que la historia que ha intentado descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le estaba destinada.
El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos.
Como las artes adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas huellas que encierran el secreto del porvenir.
El arte de narrar es el arte de la percepción errada y de la distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo e incomprensible y recién al final surge en el horizonte la visión de una realidad desconocida: el final hacer ver un sentido secreto que estaba cifrado y como ausente en la sucesión clara de los hechos.
Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para recibir un relato, pero hasta el final no comprende que esa historia es la suya y que define su destino.
Piglia, R. (2005): “Nuevas tesis sobre el cuento” en Formas breves. Buenos Aires, Anagrama, pp. 120-4.