lunes, 27 de julio de 2009

El último delicado


París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo:
El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus ``admiradores'', de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.

Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.

Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio ``cultural'' de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.

Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.

Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.

E.M. Cioran

domingo, 19 de julio de 2009

Adiós a la filosofía


Los ángeles reaccionarios

Es difícil formular un juicio sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre con la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos… En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudid el espacio ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo o no importa dónde nos parece sin solución y como una maldición que debemos sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de los vencidos… Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela…
Y así es como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede… Prendados de la Irracional como único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde sacar orgullo para las fuerzas que lo han decretado así y que, es más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los astros? Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido –en el extremo de la locura, extenuados- vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas? Y ¿cómo encontrar de nuevo la frescura del arcángel sediciosos, aquel que, todavía al comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para infamar al rebaño de los otros Ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su colega es precipitarse más bajo todavía, mientras que la injusticia de los hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe contra él? A los ángeles anónimos –acurrucados bajo sus alas sin edad, eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres- quién se atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí exalta y la decepción la niega… No podría tener sentido de un universo no válido

(En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: no es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en un universo que sólo nuestro corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de ironía…
Nadie puede corregir la injustita de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurorota de los tiempos; y si este torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor…)

El perro celestial

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la ecuación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.
«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: ‘Sobre todo no escupas en el suelo’. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lazó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio).
¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela, el orgullo tampoco.
«Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «’Mandar’, y gritó al heraldo: ‘Pregunta quien quiere comprar un amo’.»
«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciado al bien a las fórmulas y ala Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates –incluso sublime- es aun convencional: permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre… [fragmento]

Genealogía del fanatismo

En sí misma, toda idea a es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo improbable. Incluso cunado se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en un asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, lo gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñales; los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía de una raza prometeica que revienta de ideal, que estalla bajos sus convicciones y la cual por haberse complacido en despreciar la pereza y la duda –vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía e perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y Apocalipsis… Las certezas abundan en ella: suprimidla y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstruiréis el paraíso. ¿Qué es la caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo – tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta…

E. M. Cioran: Adiós a la Filosofía. Barcelona, Atalaya, 1998

jueves, 9 de julio de 2009

Qué los eunucos bufen...Roberto Arlt


“Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” de derecha a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen” (Roberto Arlt).
“Sonambulismo y periodismo son las dos fronteras de la historia en la novelística arltiana” (Horacio González)


Arlt: política de la trasgresión

Roberto Arlt nació el 2 de abril del año 1900, en Flores, hijo de padres inmigrantes, vivió en carne propia la marginación, el maltrato y la miseria. Es sencillo vincular el nombre Arlt, más allá de sus textos, con el signo de la marginalidad. Sin embargo, bástenos leer las célebres palabras del prólogo de Los lanzallamas para ser partícipe de la mitología arltiana, esto es, de la postura que adquiere el Autor ante el campo intelectual: su quebradiza prosa plagada de errores gramaticales (ajeno a las normas de hipercorrección); la hipérbole con la que construyó sus discursos, que según Sarlo es una marca de inseguridad, de clase social, como también de los fragmentos autobiográficos que recorren todas sus obras. Acaso, asimismo, se deje entrever el poco tiempo compositivo, pues Arlt se muestra a sí mismo aquejado por la febril columna periodística diaria; de Arlt, en definitiva, que intenta ganarse el mundo de la palabra por “prepotencia de trabajo” y no “hablando continuamente de literatura”. No obstante, como advierte David Viñas, la correlación entre vida y obra, es decir entre sustrato y emergente en la producción arltiana, es más bien la fachada de escritor de Arlt (Viñas, 1997:17) .
En efecto, hay una técnica arltiana, un enfoque arltiano, un tratamiento de la materia narrativa que no preocupaba a ninguno de sus contemporáneos: Lo que Arlt ve en Buenos Aires es, casi exactamente, lo que Borges no ve. A los rosa pastel del primer Borges, Arlt opone una coloración pura, sin blancos, expresionista y contrastada; a un paisaje amable (el borgeano locus amoenus de las orillas y los barrios), una iconografía de trincheras abiertas y erecciones agresivas, armada, como un Berni, con el collage febril de recortes de chapa y pedazos de cable.
Arlt, antes que ningún otro, fue el generador de nodos narrativos que laboriosamente serían continuados por una extensa corriente de la literatura argentina. La saga que incluye al Juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, pero especialmente estas dos últimas, constituyen un punto de inflexión significativo en la narrativa argentina del siglo XX.
Justamente, la fábula no deja de ser una materia sumamente maleable, en donde se tensan las propias vivencias de los personajes y la imposibilidad de acceso al ideal al que aspiran, puesto que los medios orientados a tal fin son patéticamente inadecuados. Líneas de intervenciones no definidas y difusas, entretejidas en planes delirantes cuya superabundancia discursiva presagian las no-ejecuciones, muestran la irreversibilidad, la imposibilidad del cambio, su costado oscuro y subrayan, en cada movimiento por la ciudad-Arlt, que de un determinado conflicto, como señala Sarlo, sólo se sale por la «violencia».
Se trata acaso de un frágil andarivel por donde desfilan seres marginales, cuyos delirios (además de ocupar el lugar de la crítica social) son el complejo encordado lingüístico que sustenta la trama. Sin embargo, al parecer, hablan desde la normalidad, es decir desde conflictos existenciales, pero no pueden evitar que la locura se filtre por cada una de las ranuras racionales. Y esto se debe, como dice González, en su brillante ensayo sobre la obra de Arlt –Política y locura-, al monólogo que sostiene el texto, ya que los personajes arltianos parecen estar hablando siempre consigo mismos: Los diálogos arltianos ocurren. Efectivamente ocurren. Y son vivaces, apasionados, martillantes. Oscuras esgrimas de bulevar, puñaladas sobre el trapecio. Pero lo que parece su brillo y abundancia, encubre la realidad agazapada de un ineluctable monólogo, verdadero hilo conductor de una conciencia en sombras (González, 1996:31).
La locura, de hecho, es otro punto importantísimo de la prosa arltiana. Horacio González dice que tranquiliza el hecho de ver a un loco que se cree Napoleón en un Hospicio, puesto que ahí la locura es posible, está permitida, yace racionalizada en una cuadrícula, por ende es controlable, medible, subsanable. Ahora bien, resulta que estos “locos” artltianos no están encerrados o andan sueltos pronunciando disparatados discursos napoleónicos, sino que en su discurso puede vislumbrarse una herida, una rasgadura a lo real y, lo que es peor aún, puede[n] esconderse bajo una aparente normalidad. De ahí la idea, más literaria que otra cosa, de buscar la locura precisamente adonde debería de estar excluida (González, 1996:27). Por eso producen rechazo, miedo, alteran las pautas acostumbradas de nuestra aparente normalidad. Es como si el discurso de la locura no actuará como elemento desarticularizador del relato o como movimiento pendular que oscila entre el ser y el parecer, sino reventándolo permanentemente desde adentro de él (cfr. González, 1996:31).
Todo, en su conjunto, nos otorga la sensación de estar frente a un material estético heterogéneo, escurridizo. Por tanto, a la literatura de Arlt hay que buscarla en dos líneas de análisis que no se excluyen sino que se complementan: en ciertos dispositivos literarios que cuestionan al campo intelectual –al que dice no pertenecer-, y a las ideologías imperantes. Como, asimismo, en el grotesco que propugna la ligadura entre lo sublime y lo sensual con lo bajo, un medio aglutinante privilegiado con el que Arlt opera la síntesis: unión de lo fragmentario, lo disperso, lo cual produce un efecto cuasi cómico o cuasi-trágico (cfr. Zubieta, 153, 234 y 235).
Arlt opera en síntesis por medio del grotesco. Como dice Zubieta: Al aproximar lo que está alejado, al unir cosas que habitualmente se excluyen y al violentar las nociones comunes, el grotesco se asemeja a la paradoja porque sobre una sintaxis normal, puede llegar a producir una semántica anómala por lo inesperado. Por eso, el número «dos» recorre todo el texto (como unidad mínima); siempre hay dos veces, dos tonos, dos mundos en diálogo… (Zubieta, 1987:100).
El grotesco sería algo así como un nodo donde materiales heterogéneos convergen (de ahí las dos voces) y suscitan en el lector el efecto de desacomodo, como dice Nicolás Rosa. El desacomodo también implica que los materiales con los cuales trabaja el grotesco son materiales periféricos. Pero, por otra parte, el grotesco arltiano consigue ubicarse en un intersticio, en un punto de indeterminación entre lo trágico y lo cómico. Al decir de Horacio González, Se trata de una deliberada conjunción de alusiones históricas con movimientos titiritescos: el cuerpo histórico y el alma de las marionetas, al convivir, acentúan atmósferas que amedrentan, que tienen una hendida realidad repartida entre la tramoya y la actividad histórica (González, 1999:10-11).
Todos estos medios, modos y formas de la prosa arltiana nos ponen frente a un discurso que se teje en la tensión que los sostiene. En la violencia de una prosa que ejecuta una torsión permanente al unir elementos antes dispersos en una red sígnica.
Centrémosnos ahora, para finalizar, en los aspectos socioliterarios de la obra de Roberto Arlt. Comencemos por remarcar lo que Beatriz Sarlo denominó como las “relaciones marginales con la cultura”. Es decir, las relaciones que Arlt mantiene con saberes no avalados por la esfera culta y científica –sospechosos, desde ese punto de vista- y desdeñados o no tenidos siquiera en cuenta por la visión hegemónica de la literatura entre los años 20’ y 40’. Estos saberes impregnan su prosa. Dice Sarlo: Arlt busca en lugares por donde no pasarán otros escritores, encuentra materiales de segunda mano, ediciones baratas, traducciones. Con eso, construye una literatura original. Recorre esa biblioteca de saberes teosóficos y tiene ante ella una posición doble: de atracción y denuncia. (Sarlo, 2007:216). La prosa arltiana está dotada de un «léxico extravagante», que tiene como resorte los saberes técnicos aprehendidos en folletines, libros de revistería y publicaciones otras. En este sentido, nadie como él renovó las estructura lingüísticas.
Esto nos habla del posicionamiento de Arlt en el campo intelectual, un desposeído de la “alta” cultura y un crítico de las desigualdades en la distribución de conocimientos. Por eso Arlt recorta y pega todos esos conocimientos “menores”: no simpatiza ni ideológica ni moralmente con aquellos excluidos, es cierto, pero su prosa se erige sobre un «piso común», un territorio cultural compartido en el cual abrevan, recorren y construyen sus visiones del mundo los personajes marginales de los textos artltianos (Erdosain, El Astrólogo, Ergueta, Barsut, El Rufián melancólico, Hipólita, Elsa, etc.) (cfr. Sarlo, 2007:219).
Quizás el sesgo cultural de aquellos años se trazaba –como sugieren Prieto y Sarlo - en un creciente “optimismo”, esto es, en el mejoramiento personal y social a través de los nuevos medios técnicos. Casi una suerte de utopías modernistas que dibujaban toda una intrincada esfera de imaginarios sociales. Este sesgo cultural es otra de las líneas arltianas, pero aquí adquieren un tono grotesco: de parodia o denuncia. La rosa metalizada, que intenta fabricar Erdosain, quizá sea una metáfora que aglutina en sí: las divagaciones del inventor fracasado, la unión y unción de lo técnico moderno con lo natural, el pasaje de algo que ha dejado de ser una cosa para convertirse en otra cosa pero que no lo consigue nunca (escurridizo, intersticial, indeterminado, todos sinónimos arltianos), de parodia al sentimentalismo folletinesco, cuajado y absurdo en la urbe urbana.
Universos del discurso nunca antes explorados en la literatura argentina, y ligados a un saber técnico-marginal producto de folletines, revistas esotéricas y manuscritos apócrifos. El vocabulario técnico, el nombre de sustancias químicas, las palabras que designan piezas de máquinas o armas, son la materia de la escritura arltiana (Sarlo, 2007:235). Tenemos, entonces, personajes marginales, conocimientos no avalados ni científica ni artísticamente, y renovaciones en el lenguaje, que nutren la prosa de Arlt. Tríada de elementos estéticos que deberíamos considerar al abordar sus textos.
Ahora bien, cabe recordar que marginalidad y extremismo no son, como suele pensarse, términos análogos como acaso la televisión busca convencernos a través de una permanente búsqueda del efecto shock. Hay varios textos que rozan lo marginal sin por eso producir estupor o “espanto”, de hecho, suelen estar configurados alrededor de un costumbrismo naif o trivial. Lo marginal es siempre relativo, y, desde luego, no puede ser experimentado jamás en estado puro, atraviesa categorías y construcciones sociales, es cierto, pero no se deja asir ni subordinar totalmente por ninguna de ellas.
Arlt, como sostiene Sarlo, es extremista, ya que sus dardos marginales se incrustan en la periferia, en lo anti-moral y anti-sentimental. De esta manera, una de las figuras retóricas frecuentes en sus textos es la hipérbole . Hacer hipérbole implica ensanchar, sobrecargar el significado, intensificarlo por medio de un efecto de aglutinación de elementos. Estos elementos abigarrados, entrelazados unos con otros en Arlt son siempre extremos, marginales, persiguen provocar, producir estupor. El extremismo, por su parte, estaría sustentado en un vaciamiento de las ideologías, a fin de poner en crisis todos los valores, ya no pueden generar un espacio significante, es decir, un espacio que reordene los elementos significativos del texto como moraleja o mera denuncia, de dos en dos, dicotómicos, binarios, etc.; poco importa eso en Arlt, en realidad. Lo que sí importa en la prosa arltiana sería disolverlos, volverlos, como dice Horacio González, escurridizos (cfr. Sarlo, 2007:233) . La pregunta estética en Arlt es siempre más importante que el resultado…su mundo desfila en la indeterminación y en el desliz, dice más de lo que hace y se tuerce hasta la mueca y el absurdo…

Bibliografía:

González, H.: Arlt: política y locura. Buenos Aires, Ediciones Colihue S.R.L., 1996.
Larra, R.: “3. El novelista torturado”, “Florida contra boedo” y “El escritor y la política” en Roberto Arlt: el torturado. Buenos Aires, Ameghino Editora S.A., 1998, pp. 43-62, 63-80 y 146-156.
Historia de la literatura argentina. La literatura de las vanguardias V: Roberto Arlt. Página/12.
Sarlo, B.: “Ensayo general”, “Lo maravilloso moderno”, “Ciudades y máquinas proféticas” y “Un extremista de la literatura” en Escritos sobre literatura Argentina. Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2007, pp. 213-226.
Viñas, D.: “Estudio Preliminar”, Obras Tomo I. Buenos Aires, Editorial Losada, 1997, pp. 11-30.
Zubieta, A.: “El grotesco arltiano (el productor de una doble lectura) en El discurso narrativo arltiano. Bs. As., Hachette, 1987, pp. 99-108.