miércoles, 11 de noviembre de 2009

Borges oral...


Hay un resto de la tradición oral en ese juego con un interlocutor implícito; la situación de enunciación persiste cifrada y es el final el que revela su existencia.
En la silueta inestable de un oyente, perdido y fuera de lugar en la fijeza de la escritura, se encierra el misterio de la forma.
No es el narrador oral el que persiste en el cuento sino la sombra de aquel que lo escucha.
«Estas palabras hay que oírlas, no leerlas», dice Borges en el cierre de “La trama”, en El hacedor, y en esa frase resuena la altiva y resignada certidumbre de que algo irrecuperable se ha ido.
Habría mucho que decir sobre la tensión entre oír y leer en la obra de Borges. Una obra vista como el éxtasis de la lectura que teje sin embargo su trama en el revés de una mitología sobre la oralidad, y sobre el decir un relato.
El arte de narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta.
En ese punto Borges se opone a la novela y ahí debe entenderse su indiferencia frente a Proust o a Thomas Mann (pero no frente a Faulkner, en quien percibe la entonación oral de la prosa, percibe el carácter confuso y digresivo de un narrador oral que cuenta una historia sin entenderla del todo).
Borges considera que la novela no es narrativa, porque está demasiado alejada de las formas orales, es decir, ha perdido los rastros de un interlocutor presente que hace posible el sobreentendido y la elipsis, y por lo tanto la rapidez y la concisión de los relatos breves y de los cuentos orales.
La presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño arcaísmo, pero el cuento como forma ha sobrevivido porque tuvo en cuenta esa fisura que viene del pasado.
Su lugar cambia en cada relato pero no cambia su función: está ahí para asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.
Un ejemplo a la vez inquietante y perfecto de esa estructura es el cuento de Borges “El Evangelio según Marcos”, en el que unos paisanos analfabetos y creyentes oyen la lectura de la pasión de Cristo, se convierten en protagonistas fatales del poder de la letra, y deciden llevar a la vida (como versiones enfurecidas de Don Quijote o de Madame Bovary) lo que han comprendido en las palabras proféticas de los libros sagrados.
Borges ha usado con gran sutileza las posibilidades de la situación oral y en varios de sus cuentos (desde “Hombre de la esquina Rosada” de 1927 a “La noche de los dones” de 1975 él mismo ocupa el lugar del que recibe el relato.
Un hombre servicial y abstraído llamado Borges está en un almacén de espejos altos en el sur de la ciudad o en un patio de tierra en una casa de altos o en el hondo jardín de una quinta de adrogué, y un amigo o un desconocido se acerca y le cuenta una historia que él comprende a medias y que misteriosamente lo implica.
En sus mejores cuentos trabaja esa estructura hasta el límite y la complejiza y la convierte en el argumento central.
En “La muerte y la brújula Lönnrot tarda en comprender que la sucesión confusa de hechos de sangre que intenta descifrar no es otra cosa que un relato que Scharlach ha construido para él, y cuando lo comprende ya es tarde. Lo mismo le sucede a Benjamín Otalora en “El muerto”: vive con intensidad y con pasión una aventura que lo exalta y lo ennoblece y al final en una brusca y sangrienta revelación, Azevedo Bandeira le hace ver que ha sido el pobre destinatario de un cuento contado por un loco lleno de sarcasmo y furia. Emma Zunz teje con perversa precisión, y en su cuerpo, una trama criminal destinada a un interlocutor futuro (la ley) a quien engaña y confunde y para quien construye un relato que ningún otro podrá comprender.
La misma relación está por supuesto en “El jardín de los senderos que se bifurcan” y en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “La forma de la espada”, pero es en “Tema del traidor y del héroe” donde Borges lleva este procedimiento a la perfección. Los patriotas irlandeses, rebeldes y románticos, son los destinatarios de una leyenda heroica urdida a toda prisa por el abnegado James Alexander Nolan, con el auxilio del azar y de Shakespeare, y esa ficción será descifrada muchos años después por Ryan, el asombrado e incrédulo historiador que reconstruye la duplicidad de la trama.
El relato se dirige a un interlocutor perplejo que va siendo perversamente engañado y que termina perdido en una red de hechos inciertos y de palabras ciegas. Su confusión decide la lógica íntima de la ficción.
Lo que comprende, en la revelación final, es que la historia que ha intentado descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le estaba destinada.
El arte de narrar se funda en la lectura equivocada de los signos.
Como las artes adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas huellas que encierran el secreto del porvenir.
El arte de narrar es el arte de la percepción errada y de la distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo e incomprensible y recién al final surge en el horizonte la visión de una realidad desconocida: el final hacer ver un sentido secreto que estaba cifrado y como ausente en la sucesión clara de los hechos.
Los cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para recibir un relato, pero hasta el final no comprende que esa historia es la suya y que define su destino.
Piglia, R. (2005): “Nuevas tesis sobre el cuento” en Formas breves. Buenos Aires, Anagrama, pp. 120-4.

jueves, 29 de octubre de 2009

Un narrador extraordinario: Edgar Allan Poe


“¿No habré vivido en un sueño? ¿Es que moriré víctima del espanto y del misterio de las más alucinantes de todas las visiones?”(Poe en “William Wilson”)
“Hay una fatalidad en el fin y un efecto trágico que Poe (que había leído a Aristóteles) conocía Bien” (Piglia)

Cada vez que releo a Poe me embarga la misma sensación de inestabilidad, ésa que se teje como un decorado distorsionado alrededor de un hecho, de una acción, de una línea argumental. Por otro lado, me invade una lectura: la marginalidad de los personajes de Poe, como si necesitaran ponerse a un costado de la sociedad, de las instituciones para vislumbrar los andariveles otros, por donde opera el mundo. Ahí, en ese punto, sospecho, Poe cifra sus organismos literarios.
Ahora bien, Edgar Allan Poe nació en Baltimore, el 19 de enero de 1849. Él, y sus tres hermanos, quedaron huérfanos al poco tiempo. De manera que Edgar fue adoptado por una familia sustituta, por el adinerado comerciante de Virginia Juan Allan, quien accedió a los ruegos de su esposa que no podía tener hijos. Con el correr del tiempo, esta relación se fue resquebrajando porque el joven, de carácter irascible, volátil, se aficionó al juego y a la bebida y, al poco tiempo, por esta afición –que continuaría durante toda su vida- cometió desmanes que enfurecieron a su padre adoptivo. Tanto es así que éste terminó negándole la mantención y hasta omitiéndolo de su testamento.
Luego de hacer un recorrido militar, abandonarlo, vivir en constantes disputas monetarias y con su padre publicó el libro de poemas: “Al araaf, Tamerlane and Minor Poems” (1829), con el cual se inició, podríamos decir, en la carrera de las letras. Pero se daría a conocer con “El manuscrito encontrado en una botella” (1833), texto que le valió el primer premio en el concurso del periódico “Saturday Visitor”. Sin embargo, el verdadero reconocimiento llegaría con el, hoy día, famoso poema “El cuervo” (1844), publicado en un periódico y rápidamente popularizado. Esto hizo que el campo intelectual se disputara la figura del escritor.
Más allá de esto, Edgar Allan Poe, acaso sea un narrador nodal, ese tipo de narrador síntesis, en el cual se convergen, de un modo peculiar, puntos estéticos que serán continuados por otros escritores, acaso con más tino, acaso con más éxito, acaso con mayor complejidad. De hecho, innumerables autores ha continuado sus pasos: Mann, Baudelaire, Dostoievski, Borges, Maupassant, Kafka, Lovecraft, Cortázar, Stevenson, entre otros. No obstante, nadie antes que Poe los inauguró, los puso en funcionamiento en la serie literaria. Por eso Poe podría ser considerado –quizá- como el creador de la novela gótica, del relato corto, de ciertas líneas de la ciencia ficción, y, desde luego, del género policial.
En efecto, Poe fue, como sabemos, el creador del género policial. Lo inauguró en 1843 con “Los asesinatos de la calle Morgue”, texto al que se sumó “El caso Marie Rôget”. Estos textos son los principales puntos de partida del género. Borges en “El cuento policial” dice, justamente, que Poe creo textos para un público que en ese entonces no lo había y plantea la siguiente hipótesis: los géneros literarios antes que las características de los textos en sí dependen del modo en el que son leídos (Borges, 1996:190-1). Asimismo, agrega, que en ellos –en los textos de Poe de la serie policial- priman los procedimientos de análisis intelectuales, aquellos que le otorgan un matiz sutilmente diferente a otros géneros. Un género, un publico, que después serían laboriosamente continuados por otros escritores, Borges entre ellos: “El jardín de los senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula”, por ejemplo.
Piglia, en Formas breves, invierte un tanto la lectura de Borges. Según Piglia, en el género policial se plantea significativamente la búsqueda de resolución del problema –nunca definitivo, por cierto- de cómo discutir lo que discute la sociedad pero de otro modo. De hecho, señala Piglia, que Poe, a través del género policial, brinda una solución a ese interrogante de un modo radical, ejemplar: crea un detective –con una extraña inteligencia-, mas no un profesional del crimen, que resuelve los asesinatos sustentándose en una pesquisa intelectual. Puede realizar el análisis, precisamente, porque se encuentra fuera de la sociedad, es un marginal: no corresponde con ninguna institución y tampoco pertenece a las del reino de lo criminal, por eso es alguien que mira desde los bordes (Piglia, 2005:67-8).
Pero Poe es mucho más que el género policial. Esas lecturas de Borges y de Piglia –el estar afuera y el modo en el que la intelectualidad se entreteje en todos sus relatos- son, asimismo, los mecanismos de varios de sus cuentos. El memorable “El escarabajo de oro” presenta una estructura narrativa en la cual se establece una tensión permanente entre la mirada racionalista y la mirada alucinada de un marginado: Legrand, alguien que está fuera de las normas del vivir burgués. Curiosamente, es éste personaje quien puede ver cuestiones que otros personajes no pueden ver y es quien termina torciendo el destino del narrador -que se mantiene escéptico hasta último momento-, y utiliza todos los moldes de la razón para intentar dar una explicación coherente a los extraños comportamientos de Legrand –en este sentido, Poe fue un precursor del género fantástico-. Pero Legrand no está loco, indaga más allá de la rutina racionalista. Todos estos ingredientes del cuento clásico: tensión, desenlace, final sorpresivo, arquitectura se disuelven en un ejercicio intelectual, en el descubrimiento de aquello que por medio de una operación mental ha quedado oculto.
“La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, en cambio, presenta una estructura narrativa más nítida, donde se tensan todos los elementos del entramado narrativo en una prueba parasicológica. El narrador intenta hipnotizar al señor Valdemar en el borde de la muerte. Lo consigue y consigue hacer que Valdemar nos hable desde la misma muerte (terror, horror, fantástico), la sutileza, la alusión de Poe se manifiestan aquí. “William Wilson” cifra, en un duelo esquizofrénico -también eso se lo debemos a Poe- el tema oculto del doble, un pliegue de dos personalidades -antes que el thriller en el cine hollywoodense-. El doble filo de dos antagonismos, yo y el otro, el Némesis, que se debaten por imponerse una sobre la otra y donde dos seres reflejan al individuo –¿acaso no somos muchos seres al mismo tiempo?, ¿acaso todos nuestros roles sociales, por diversos, nos llevan por los derroteros de la contradicción?-
En “El manuscrito encontrado en una botella” la estrategia literaria habla por sí misma. El manuscrito encontrado es aquel redactado por quien ha desaparecido en los extraños mares de Oceanía. Un redactor de lo imposible. Eso, precisamente, es lo que hace Poe, trabajar con elementos que preparados para que funcionen a la perfección de repente se fractura, se quiebran, y emerge, como un fisura, una grieta en el piso de la racionalidad técnica. Mundos extraños, poblados de seres misteriosos, de grandes intelectuales marginados, de sucesos extraordinarios.
Camino, líneas, puntos, nodos, vertientes, mundos –que nutrieron a la literatura-. Mundos narrativos que, como en los de su propia vida, nunca pudo afianzarse del todo: se mantuvieron en la lábil y difusa línea divisoria de la razón y la alucinación. Poe, entregado a la neurosis y a la melancolía, murió de delirium tremens y en la más extrema miseria, el 7 de octubre de 1849, en Baltimore.

Lic. Mauro Horacio Figueredo

Bibliografía:
Enciclopedia Espasa-Calpe.
Piglia, R.: “Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis)” en Formas breves. Buenos Aires, Anagrama, 2005, pp. 67-8.
Borges, J. L.: “El cuento policial” en Borges oral, Obras Completas, Tomo IV. Buenos Aires, Emecé, 1996.

martes, 4 de agosto de 2009

59 centavos el cuarto


me gusta vagar por los lugares cotidianos
y saborear a la gente
desde cierta distancia.
no los quiero demasiado cerca
porque es cuando el desgaste comienza. Pero en los supermercados
las lavanderías
los cafés
las esquinas
las paradas de colectivo
los restaurantes
los quioscos
puedo mirar sus cuerpos
y sus caras
y su ropa
la manera en que caminan
o se paran
o lo uqe estén haciendo.
soy como un aparto de rayos-x
me gustan así
a la vista.
imagino las mejores cosas
sobre ellos.
los imagino bravos y locos
los imagino bellos.
me gusta vagar por los lugares cotidianos.
Siento pena por todos nosotros o felicidad
por todos nosotros
Atrapados vivos y juntos
y torpes por eso.

no hay nada mejor que nuestros
chistes que nuestra seriedad
que nuestra estupidez
comprando medias y zanahorias y chicles
y revistas
comparando control de natalidad
caramelos
spray
y papel higiénico.

deberíamos hacer una gran fogata
deberíamos felicitarnos por nuestra
resistencia.

hacemos largas colas
caminamos
esperamos.

me gusta vagar por los lugares cotidianos
la gente se explica sola
y yo hago lo mismo
una mujer a las 3:35 de la tarde
pesando uvas púrpuras en una balanza
mirando la balanza muy
seriamente
ella tiene un vestido simple, verde
con un diseño de flores blancas
agarra las uvas
y las pone
con cuidad
dentro de una bolsa de papel

eso es luz suficiente

los generales y los doctores pueden matarnos
pero nosotros
hemos ganado.

(Charles Bukowski)

lunes, 27 de julio de 2009

El último delicado


París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo:
El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus ``admiradores'', de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.

Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.

Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio ``cultural'' de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.

Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.

Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.

E.M. Cioran

domingo, 19 de julio de 2009

Adiós a la filosofía


Los ángeles reaccionarios

Es difícil formular un juicio sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre con la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos… En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudid el espacio ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo o no importa dónde nos parece sin solución y como una maldición que debemos sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de los vencidos… Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela…
Y así es como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede… Prendados de la Irracional como único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde sacar orgullo para las fuerzas que lo han decretado así y que, es más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los astros? Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido –en el extremo de la locura, extenuados- vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas? Y ¿cómo encontrar de nuevo la frescura del arcángel sediciosos, aquel que, todavía al comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para infamar al rebaño de los otros Ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su colega es precipitarse más bajo todavía, mientras que la injusticia de los hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe contra él? A los ángeles anónimos –acurrucados bajo sus alas sin edad, eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres- quién se atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí exalta y la decepción la niega… No podría tener sentido de un universo no válido

(En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: no es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en un universo que sólo nuestro corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de ironía…
Nadie puede corregir la injustita de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurorota de los tiempos; y si este torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor…)

El perro celestial

No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; acaso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la ecuación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.
«Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: ‘Sobre todo no escupas en el suelo’. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lazó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio).
¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela, el orgullo tampoco.
«Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: «’Mandar’, y gritó al heraldo: ‘Pregunta quien quiere comprar un amo’.»
«Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciado al bien a las fórmulas y ala Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates –incluso sublime- es aun convencional: permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre… [fragmento]

Genealogía del fanatismo

En sí misma, toda idea a es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo improbable. Incluso cunado se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en un asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, lo gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.
En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñales; los ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía de una raza prometeica que revienta de ideal, que estalla bajos sus convicciones y la cual por haberse complacido en despreciar la pereza y la duda –vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía e perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y Apocalipsis… Las certezas abundan en ella: suprimidla y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstruiréis el paraíso. ¿Qué es la caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo – tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta…

E. M. Cioran: Adiós a la Filosofía. Barcelona, Atalaya, 1998

jueves, 9 de julio de 2009

Qué los eunucos bufen...Roberto Arlt


“Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un “cross” de derecha a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y que los eunucos bufen” (Roberto Arlt).
“Sonambulismo y periodismo son las dos fronteras de la historia en la novelística arltiana” (Horacio González)


Arlt: política de la trasgresión

Roberto Arlt nació el 2 de abril del año 1900, en Flores, hijo de padres inmigrantes, vivió en carne propia la marginación, el maltrato y la miseria. Es sencillo vincular el nombre Arlt, más allá de sus textos, con el signo de la marginalidad. Sin embargo, bástenos leer las célebres palabras del prólogo de Los lanzallamas para ser partícipe de la mitología arltiana, esto es, de la postura que adquiere el Autor ante el campo intelectual: su quebradiza prosa plagada de errores gramaticales (ajeno a las normas de hipercorrección); la hipérbole con la que construyó sus discursos, que según Sarlo es una marca de inseguridad, de clase social, como también de los fragmentos autobiográficos que recorren todas sus obras. Acaso, asimismo, se deje entrever el poco tiempo compositivo, pues Arlt se muestra a sí mismo aquejado por la febril columna periodística diaria; de Arlt, en definitiva, que intenta ganarse el mundo de la palabra por “prepotencia de trabajo” y no “hablando continuamente de literatura”. No obstante, como advierte David Viñas, la correlación entre vida y obra, es decir entre sustrato y emergente en la producción arltiana, es más bien la fachada de escritor de Arlt (Viñas, 1997:17) .
En efecto, hay una técnica arltiana, un enfoque arltiano, un tratamiento de la materia narrativa que no preocupaba a ninguno de sus contemporáneos: Lo que Arlt ve en Buenos Aires es, casi exactamente, lo que Borges no ve. A los rosa pastel del primer Borges, Arlt opone una coloración pura, sin blancos, expresionista y contrastada; a un paisaje amable (el borgeano locus amoenus de las orillas y los barrios), una iconografía de trincheras abiertas y erecciones agresivas, armada, como un Berni, con el collage febril de recortes de chapa y pedazos de cable.
Arlt, antes que ningún otro, fue el generador de nodos narrativos que laboriosamente serían continuados por una extensa corriente de la literatura argentina. La saga que incluye al Juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas, pero especialmente estas dos últimas, constituyen un punto de inflexión significativo en la narrativa argentina del siglo XX.
Justamente, la fábula no deja de ser una materia sumamente maleable, en donde se tensan las propias vivencias de los personajes y la imposibilidad de acceso al ideal al que aspiran, puesto que los medios orientados a tal fin son patéticamente inadecuados. Líneas de intervenciones no definidas y difusas, entretejidas en planes delirantes cuya superabundancia discursiva presagian las no-ejecuciones, muestran la irreversibilidad, la imposibilidad del cambio, su costado oscuro y subrayan, en cada movimiento por la ciudad-Arlt, que de un determinado conflicto, como señala Sarlo, sólo se sale por la «violencia».
Se trata acaso de un frágil andarivel por donde desfilan seres marginales, cuyos delirios (además de ocupar el lugar de la crítica social) son el complejo encordado lingüístico que sustenta la trama. Sin embargo, al parecer, hablan desde la normalidad, es decir desde conflictos existenciales, pero no pueden evitar que la locura se filtre por cada una de las ranuras racionales. Y esto se debe, como dice González, en su brillante ensayo sobre la obra de Arlt –Política y locura-, al monólogo que sostiene el texto, ya que los personajes arltianos parecen estar hablando siempre consigo mismos: Los diálogos arltianos ocurren. Efectivamente ocurren. Y son vivaces, apasionados, martillantes. Oscuras esgrimas de bulevar, puñaladas sobre el trapecio. Pero lo que parece su brillo y abundancia, encubre la realidad agazapada de un ineluctable monólogo, verdadero hilo conductor de una conciencia en sombras (González, 1996:31).
La locura, de hecho, es otro punto importantísimo de la prosa arltiana. Horacio González dice que tranquiliza el hecho de ver a un loco que se cree Napoleón en un Hospicio, puesto que ahí la locura es posible, está permitida, yace racionalizada en una cuadrícula, por ende es controlable, medible, subsanable. Ahora bien, resulta que estos “locos” artltianos no están encerrados o andan sueltos pronunciando disparatados discursos napoleónicos, sino que en su discurso puede vislumbrarse una herida, una rasgadura a lo real y, lo que es peor aún, puede[n] esconderse bajo una aparente normalidad. De ahí la idea, más literaria que otra cosa, de buscar la locura precisamente adonde debería de estar excluida (González, 1996:27). Por eso producen rechazo, miedo, alteran las pautas acostumbradas de nuestra aparente normalidad. Es como si el discurso de la locura no actuará como elemento desarticularizador del relato o como movimiento pendular que oscila entre el ser y el parecer, sino reventándolo permanentemente desde adentro de él (cfr. González, 1996:31).
Todo, en su conjunto, nos otorga la sensación de estar frente a un material estético heterogéneo, escurridizo. Por tanto, a la literatura de Arlt hay que buscarla en dos líneas de análisis que no se excluyen sino que se complementan: en ciertos dispositivos literarios que cuestionan al campo intelectual –al que dice no pertenecer-, y a las ideologías imperantes. Como, asimismo, en el grotesco que propugna la ligadura entre lo sublime y lo sensual con lo bajo, un medio aglutinante privilegiado con el que Arlt opera la síntesis: unión de lo fragmentario, lo disperso, lo cual produce un efecto cuasi cómico o cuasi-trágico (cfr. Zubieta, 153, 234 y 235).
Arlt opera en síntesis por medio del grotesco. Como dice Zubieta: Al aproximar lo que está alejado, al unir cosas que habitualmente se excluyen y al violentar las nociones comunes, el grotesco se asemeja a la paradoja porque sobre una sintaxis normal, puede llegar a producir una semántica anómala por lo inesperado. Por eso, el número «dos» recorre todo el texto (como unidad mínima); siempre hay dos veces, dos tonos, dos mundos en diálogo… (Zubieta, 1987:100).
El grotesco sería algo así como un nodo donde materiales heterogéneos convergen (de ahí las dos voces) y suscitan en el lector el efecto de desacomodo, como dice Nicolás Rosa. El desacomodo también implica que los materiales con los cuales trabaja el grotesco son materiales periféricos. Pero, por otra parte, el grotesco arltiano consigue ubicarse en un intersticio, en un punto de indeterminación entre lo trágico y lo cómico. Al decir de Horacio González, Se trata de una deliberada conjunción de alusiones históricas con movimientos titiritescos: el cuerpo histórico y el alma de las marionetas, al convivir, acentúan atmósferas que amedrentan, que tienen una hendida realidad repartida entre la tramoya y la actividad histórica (González, 1999:10-11).
Todos estos medios, modos y formas de la prosa arltiana nos ponen frente a un discurso que se teje en la tensión que los sostiene. En la violencia de una prosa que ejecuta una torsión permanente al unir elementos antes dispersos en una red sígnica.
Centrémosnos ahora, para finalizar, en los aspectos socioliterarios de la obra de Roberto Arlt. Comencemos por remarcar lo que Beatriz Sarlo denominó como las “relaciones marginales con la cultura”. Es decir, las relaciones que Arlt mantiene con saberes no avalados por la esfera culta y científica –sospechosos, desde ese punto de vista- y desdeñados o no tenidos siquiera en cuenta por la visión hegemónica de la literatura entre los años 20’ y 40’. Estos saberes impregnan su prosa. Dice Sarlo: Arlt busca en lugares por donde no pasarán otros escritores, encuentra materiales de segunda mano, ediciones baratas, traducciones. Con eso, construye una literatura original. Recorre esa biblioteca de saberes teosóficos y tiene ante ella una posición doble: de atracción y denuncia. (Sarlo, 2007:216). La prosa arltiana está dotada de un «léxico extravagante», que tiene como resorte los saberes técnicos aprehendidos en folletines, libros de revistería y publicaciones otras. En este sentido, nadie como él renovó las estructura lingüísticas.
Esto nos habla del posicionamiento de Arlt en el campo intelectual, un desposeído de la “alta” cultura y un crítico de las desigualdades en la distribución de conocimientos. Por eso Arlt recorta y pega todos esos conocimientos “menores”: no simpatiza ni ideológica ni moralmente con aquellos excluidos, es cierto, pero su prosa se erige sobre un «piso común», un territorio cultural compartido en el cual abrevan, recorren y construyen sus visiones del mundo los personajes marginales de los textos artltianos (Erdosain, El Astrólogo, Ergueta, Barsut, El Rufián melancólico, Hipólita, Elsa, etc.) (cfr. Sarlo, 2007:219).
Quizás el sesgo cultural de aquellos años se trazaba –como sugieren Prieto y Sarlo - en un creciente “optimismo”, esto es, en el mejoramiento personal y social a través de los nuevos medios técnicos. Casi una suerte de utopías modernistas que dibujaban toda una intrincada esfera de imaginarios sociales. Este sesgo cultural es otra de las líneas arltianas, pero aquí adquieren un tono grotesco: de parodia o denuncia. La rosa metalizada, que intenta fabricar Erdosain, quizá sea una metáfora que aglutina en sí: las divagaciones del inventor fracasado, la unión y unción de lo técnico moderno con lo natural, el pasaje de algo que ha dejado de ser una cosa para convertirse en otra cosa pero que no lo consigue nunca (escurridizo, intersticial, indeterminado, todos sinónimos arltianos), de parodia al sentimentalismo folletinesco, cuajado y absurdo en la urbe urbana.
Universos del discurso nunca antes explorados en la literatura argentina, y ligados a un saber técnico-marginal producto de folletines, revistas esotéricas y manuscritos apócrifos. El vocabulario técnico, el nombre de sustancias químicas, las palabras que designan piezas de máquinas o armas, son la materia de la escritura arltiana (Sarlo, 2007:235). Tenemos, entonces, personajes marginales, conocimientos no avalados ni científica ni artísticamente, y renovaciones en el lenguaje, que nutren la prosa de Arlt. Tríada de elementos estéticos que deberíamos considerar al abordar sus textos.
Ahora bien, cabe recordar que marginalidad y extremismo no son, como suele pensarse, términos análogos como acaso la televisión busca convencernos a través de una permanente búsqueda del efecto shock. Hay varios textos que rozan lo marginal sin por eso producir estupor o “espanto”, de hecho, suelen estar configurados alrededor de un costumbrismo naif o trivial. Lo marginal es siempre relativo, y, desde luego, no puede ser experimentado jamás en estado puro, atraviesa categorías y construcciones sociales, es cierto, pero no se deja asir ni subordinar totalmente por ninguna de ellas.
Arlt, como sostiene Sarlo, es extremista, ya que sus dardos marginales se incrustan en la periferia, en lo anti-moral y anti-sentimental. De esta manera, una de las figuras retóricas frecuentes en sus textos es la hipérbole . Hacer hipérbole implica ensanchar, sobrecargar el significado, intensificarlo por medio de un efecto de aglutinación de elementos. Estos elementos abigarrados, entrelazados unos con otros en Arlt son siempre extremos, marginales, persiguen provocar, producir estupor. El extremismo, por su parte, estaría sustentado en un vaciamiento de las ideologías, a fin de poner en crisis todos los valores, ya no pueden generar un espacio significante, es decir, un espacio que reordene los elementos significativos del texto como moraleja o mera denuncia, de dos en dos, dicotómicos, binarios, etc.; poco importa eso en Arlt, en realidad. Lo que sí importa en la prosa arltiana sería disolverlos, volverlos, como dice Horacio González, escurridizos (cfr. Sarlo, 2007:233) . La pregunta estética en Arlt es siempre más importante que el resultado…su mundo desfila en la indeterminación y en el desliz, dice más de lo que hace y se tuerce hasta la mueca y el absurdo…

Bibliografía:

González, H.: Arlt: política y locura. Buenos Aires, Ediciones Colihue S.R.L., 1996.
Larra, R.: “3. El novelista torturado”, “Florida contra boedo” y “El escritor y la política” en Roberto Arlt: el torturado. Buenos Aires, Ameghino Editora S.A., 1998, pp. 43-62, 63-80 y 146-156.
Historia de la literatura argentina. La literatura de las vanguardias V: Roberto Arlt. Página/12.
Sarlo, B.: “Ensayo general”, “Lo maravilloso moderno”, “Ciudades y máquinas proféticas” y “Un extremista de la literatura” en Escritos sobre literatura Argentina. Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2007, pp. 213-226.
Viñas, D.: “Estudio Preliminar”, Obras Tomo I. Buenos Aires, Editorial Losada, 1997, pp. 11-30.
Zubieta, A.: “El grotesco arltiano (el productor de una doble lectura) en El discurso narrativo arltiano. Bs. As., Hachette, 1987, pp. 99-108.

sábado, 27 de junio de 2009

¿Literatura?


“‘Puto el que lee esto’. Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no lo escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora. Lo leí en un baño público en una estación de servicio en la ruta. Eso es literatura. Desafiar al lector y comprometerlo.” (Roberto “Negro” Fontanarrosa.)